lunes, 2 de marzo de 2009

Fantasía en dos actos


Era la enfermera del turno de noche. Tocaban los últimos preparativos antes de dormir. Química. Esa es la palabra: química; química cuando entró y en sus ojos de un color indefinido leí aturdimiento, vamos a achacarlo a la juventud y la sorpresa; química cuando tropezaba con todo, no sabía dónde había dejado las jeringuillas, y hasta tres veces tuvo que regresar porque se le había olvidado algo.

-¿Hoy no hay aerosoles?

-¡Ah, sí! Es verdad.

-¿Y las gotas para dormir?

-¡Vaya! Hoy se me olvida todo.

Química al sentirse observada por la espalda mientras se aleja y abandona la habitación. Naturalmente, tropieza con un levísimo reborde de baldosa y casi cae al suelo entre disculpas, como si a mí me hubiera ofendido con sus torpezas. No pude encontrar el reborde traicionero que a punto estuvo de dar con ella en el suelo. Igual que la princesa del cuento, tan delicada y sensible que no pudo dormir y amaneció con terribles dolores de espaldas porque habían colocado un grano de arroz bajo su colchón.

Debo avisarla cuando se termine el aerosol. Quiero que vuelva. Oprimo el interfono. Ahora es su voz la que me desconcierta a mí; no era de este mundo; así deben sonar las voces de los ángeles porque, si existen, deben parecerse a ella.

No articulo bien la frase:

-Esto parece que… el antibiótico parece acabado.

Me muerdo los labios. ¡Cómo puedo ser tan torpe! ¡Y tú te llamas ‘lingüista’?

-Ahora mismo estoy ahí.

Y aquella afirmación sonó a mis oídos con deseo entrelineado. Porque, a fin de cuentas, ese era el sentimiento que empezaba a rebullir en mi interior. Incluso me permití fantasear con acentos apasionados, declaraciones eternas, decisiones irreductibles. “Ahora mismo estoy ahí… y nada ni nadie, ni en este mundo ni en el que viene, me impedirán que acuda a tu lado”. Me faltó tiempo para abrir los brazos, prepararme a recibirla así y estrechar su corazón con el mío hasta hacerlo uno. Como era de esperar, llegó alumbrada con una suave sonrisa, evitó con discreción mi mirada, retiró el bote y la vía de los antibióticos, y se fue por donde había venido dejando atrás un sutil “¡buenas noches!”, mientras yo, como en la canción, con mis brazos abiertos como un gilipollas.

Pero aquí empezó la auténtica fantasía.

Acababa de acostarme. Es la primera cama plegable que he encontrado cómoda. Mi padre no quiere total oscuridad, así que dejo encendida la luz del cuarto de baño y entreabierta su puerta. Pocos minutos después, oigo el apagado chirrido del picaporte al abrirse muy despacio. Ella se queda unos segundos tras la puerta, nuevamente cerrada, de la habitación; espera a que sus ojos se acostumbren a las sombras. Después, con sigilo propio de hadas, se acerca hasta mi cama, toma posesión de ella con el temblor y los nervios de quien pisa por primera vez lejanas orillas, acerca su boca a mi oído y me susurra al límite de la audición humana:

-¿Estás seguro de que tu padre no puede oírnos?

Mi padre está sordo como una tapia. Y durmiendo, ni te cuento.

-Tan seguro como que te me has sentado en media cadera y ¡me la estás destrozando!

Esto lo digo en tono normal, muchos decibelios por encima de sus susurros. Da un respingo de susto, tanto por caer en la cuenta de que me hacía daño como por la violencia de mi tono de voz. Tras unos instantes de humana indecisión, sus labios se descuelgan desde las alturas sobre los míos y amenazan beberme. Comienza el habitual combate entre las manos y la ropa mientras, boca contra boca, los amantes se niegan a separarse, temerosos de que el encantamiento se anule, de que se rompa el hechizo mágicamente creado y se vean otra vez solos, fuera de una fantasía prometedora. Consigo que su camisa de hospital se resigne a caer al suelo; echo de menos el sujetador con encajes color hueso que antes había entrevisto por su escote mientras colocaba la vía a mi padre; se lo había quitado antes de venir. Piel finísima, que huele a juventud. Intenta acomodarse en mi cama, despreocupada ya de los quejidos alarmados del somier. No es fácil; está pensado para un solo ocupante, y yo solo ya valgo por uno y medio. Mis manos buscan su secreto, esa llave que gobierna el mundo. Mis dedos exploran la selva más húmeda y excitante que conozco. Pequeños grititos me confirman que ya han llegado a donde querían ir. Con bastante dificultad queda desnuda, totalmente desnuda si no fuera por unos calcetines blancos con florecillas rosas que se niegan a abandonar sus pies; no quieren perderse lo que viene. Y se lanza a horcajadas sobre mí. Irrumpo a trompicones dentro de ella como el suplicante que es empujado contra la puerta tras la que se encuentra el Señor de Todos los Favores. Y comienza la cabalgada infernal; o celestial, que sobre epítetos no vamos a discutir.

Es en ese momento cuando, de vuelta a la realidad, tu recuerdo se me cruza en la mirada. No sé por qué, pero ahí estabas. Empiezo a repasar veloz, como quien con la muerte juega, los momentos deliciosos que hemos vivido juntos. Y te recuerdo desnuda sobre mi cama. Estás tan… tan hermosa, tan sexy, con una belleza contenida, una belleza por la que yo mataría. Lástima que no te besara hasta borrar de tu ánimo el deseo de alejarte; lástima que desde entonces sólo te haya besado en mis duermevelas. Y decido, puesto que soy dueño de mi fantasía, que actúe el demiurgo, “¡Deus ex machina!”; y donde estaba ella, apareces tú, en su misma desnudez, en su misma posición, tus rodillas en mis costados, mis manos escondiendo tus pechos; pero ya no me vale esta cama de hospital; busco otra, no sé dónde ni en qué lugar; y allí te llevo sin soltarte, sin desprenderme de ti, sin abandonar la umbría húmeda de tu cuerpo. Y la galopada se tranquiliza; la confianza y la intimidad propician volver al paso. Pero es un engaño, porque tú también deseas beber vientos; y así picas espuelas y te lanzas -nos lanzas- a una carrera hacia delante con los ojos cerrados y el rostro lleno de concentrada expresión. Tu rostro, que semeja sufrir, oculto a medias en la oscuridad de esta desconocida habitación. Y llega el momento y tu espalda se tensa de forma imposible, como arco de Ulises, y tu voz grita victoria entre mi oído y la almohada e intentas estrangular una y otra vez, sin razón ni causa, la parte de mí que hay en ti. De improviso, calma, calma, calma chicha.

Quieres estirar las piernas, pero sin perderme. Unos instantes de acrobacia y tu cuerpo descansa cual largo es sobre mí. Y yo, de corcel me convierto en arena para recibirte. Pero iluso soy si creo que llegó el descanso del amante. No era calma chicha; era el ojo del huracán; la serena quietud que precede a la tormenta. Tú, amazona de la pasión hasta ese momento, decides que quieres nadar, que quieres bogar hacia otra orilla desconocida; o quizá volver a la misma orilla testigo de tu grito. Y comienzas a bracear sobre mí; y yo de arena me hago Mar y me llamarán “Océano”. Y, aunque agua soy, clavas tus uñas sobre mis hombros mientras mis brazos de mar abarcan tu espalda. Pero esta vez quiero acompañarte en tu aria, aunque sea una octava más abajo. Hay un instante, un instante por el que muchos estamos dispuestos a las peores bajezas y a las acciones más hermosas si fuera el caso; un instante que a la mantis macho le cuesta su única vida; toda la vida por un instante; un instante que marca con punta de diamante el antes y el después. Y allí llegamos juntos y Océano quedó libre y se enseñoreó de tu útero y tú lo aceptaste con un “¡Síiiii!” sincero en tus labios de mujer. De nuevo volví a ser arena para que la barca de tu cuerpo atracara en mi ribera. Hundí mi pecho para recibir los tuyos. Acompasé mi respiración para que la tuya no quedara sola en esos primeros momentos que siguen al vendaval.

Pasaron unos minutos. Ya no estabas tú; te fuiste con una sonrisa y un ronroneo de placer; tampoco estaba ella. Jamás la olvidaré. Tan sólo queda la semioscuridad y la respiración tranquila de mi padre en la cama de al lado en esta anodina habitación de hospital. Vengan noches de hospital como ésta. Qué pena que no tengan gran valor las protestas de amor hechas en situaciones así; qué pena, porque esta noche te he amado. Aunque suene a bisutería decirlo.

Siempre.

José Luis Hellín

5 comentarios:

Francisco Pacheco dijo...

El mejor relato erótico que lei.
Gracias por narrar sin efectismos, ni bisuteria.
La elegancia seduce.

Jose Manuel Baena dijo...

Fantástico, espero que no te importe que le ponga música a algunas partes del relato. Me ha encantado. Un abrazo

Faly dijo...

Magnífico trabajo José Luis, me ha encantado, ánimo y a seguir deleitándonos con tus relatos!

Un abrazo, Faly.

valkiria dijo...

Ya no predicas en el desierto! Tu relato hace que en lugar de leer.. bebas las palabras y acelera el corazón.. ¿Qué más se le puede pedir?

Pedro Sánchez dijo...

Un poco guarrillo para un socrático. Felicidades por escribir tan bien.