jueves, 15 de octubre de 2009

De Hypatia a Kepler


El pasado fin de semana me ví Agora, Los Sustitutos y G. Force. Esta última me decepcionó un tanto, pues en el cine al que voy no tienen 3D y la principal gracia de la película debe ser esa, cobayas entrando y saliendo de la realidad. Los Sustitutos me pareció una magnífica serie B. Agora, bueno, distraída.


(No sabemos si los que la vejaron, se la imaginaban así)


En realidad lo de Agora me viene a huevo para explicar algo que tengo en la cabeza desde hace ya unos meses: el aristotelismo. Una de las tramas de la película es el proceso intelectual por el que Hypathia pasa del geocentrismo de Ptolomeo al heliocentrismo de Aristarco y de ahí, finalmente, a las órbitas elípticas de Kepler.

Se trata de una magnífica licencia histórica que nos enfrenta a la pregunta de por qué, siendo matemáticamente más consistente el heliocentrismo, la humanidad se empecinó durante la friolera de 1.700 años en considerar que no, que el centro del universo era la Tierra, y que permanecía inmóvil recibiendo el homenaje de estrellas y planetas.

Al respecto, la explicación más utilizada es de naturaleza bíblico religiosa. La Tierra era el centro por ser el centro de lo creado por Dios. La realidad, en cambio, tiene mucho más que ver con el aristotelismo.


El problema de poner a los cinco planetas y la Tierra orbitando alrededor del Sol, amén de que igualmente precisaba un movimiento complementario de los planetas para encajar (aunque bastante menos aparataje que las formulaciones helicoidales de Tycho Brahe, el último gran astrónomo tolemaico), era de índole científica: la necesidad de explicar el movimiento.

Y es que hasta Galileo y, especialmente, las leyes de atracción gravitatoria de Newton, los humanos carecieron de una explicación solvente del movimiento. Debían encajar los movimientos astrales en su corpus físico, y al respecto, el más sofisticado y solvente que poseían era el de Aristóteles. El acierto y el fallo de Aristóteles era que explicaba bien la causa pero no tan bien la observación. En efecto, Aristóteles postulaba que todo cuerpo tiende a su lugar natural (de ahí que un kilo de plumas “cayera más despacio” que un kilo de plomo). Dicho lugar natural era el resultado de la composición del elemento (la materia prima), que a su vez era una combinación de los cuatro elementos primordiales, agua, aire, fuego, tierra (y el éter, del que se componen las estrellas). Un cuerpo en el que dominase el elemento acuoso quedaba flotando en el agua, si prevalecía lo gaseoso, tendía a elevarse y no digamos si era fuego. En cambio, lo terreno se hundía hasta el mismo centro del planeta.

El problema del heliocentrismo era que obligaba a sustentar un modelo físico radicalmente distinto… y entonces ¿Qué causaba el movimiento? ¿Por qué los sólidos se caen al suelo? Por supuesto, contrapuesto a la realidad, el aristotelismo fallaba más que una escopeta de feria, las contradicciones y contraejemplos abundaban, pero era un física sencilla que asociaba unas causas a una dinámica del movimiento y que explicaba más cosas que las teorías rivales. Así hasta que alguien pensó, miremos primero y ya daremos explicaciones causales después (si podemos). Es lo que se llamó la nueva ciencia, un movimiento antiaristotélico, que daría origen a la ciencia tal como la entendemos hoy.

También influyó, y mucho, la popularización de teorizaciones físicas alternativas a Aristóteles y basadas bien en Platón, en un dualismo a lo Descartes, bien en el atomismo de Gassendi, un pensador hoy olvidado pero de fenomenal impacto en las élites culturales de la época. Otro factor determinante es el abandono del tomismo como teología madre de todas las demás. Pero ante todo, lo que realmente ganó fue el utilitarismo. Para el caso es lo mismo, desde entonces, la ciencia es un veamos primero y teoricemos después. Este es el verdadero cambio, y de ahí las enormes reticencias que encontró el heliocentrismo.


Luis Besa

1 comentario:

Víctor dijo...

Aunque Aristóteles ofrecía una física en apoyo de su teoría cosmológica que no ofrecían los heliocentristas, no es tan cierto que sus ideas, confrontadas con la realidad observable fallasen más que una escopeta de feria. De hecho, Aristóteles tuvo intuiciones geniales, como la prueba definitiva de que el heliocentrismo era erróneo: la ausencia de paralaje. La ausencia de movimiento aparente de los planetas respecto de la esfera de estrellas fijas, demostraba que la Tierra no podía estar moviéndose. Si se moviese, los planetas (puntos intermedios entre la Tierra y las estrellas), parecerían moverse respecto de ese fondo, a saber: las propias estrellas. Como no había ese movimiento, la Tierra había de estar quieta. Tan potente era este argumento, que pese a que todo indicaba que los planetas giraban en torno al Sol, Tycho Brahe tuvo que suponer que los planetas girarían alrededor del Sol.. pero a su vez, el Sol giraba en torno a la Tierra, verdadero centro del Universo.
Años más tarde, los telescopios (Aristóteles no tenía esos medios), demostraron que sí había paralaje. La paralaje, por tanto, era una prueba ingeniosa y buena. Así pues, no era sólo cuestión de que la única física decente fuera la aristotélica: respecto de la observación, las pruebas de Aristóteles eran incontestables (al menos hasta que hubo medios técnicos para contestarlas).