Las raíces del arte fantástico son muy profundas. Como ejemplo de su tratamiento en la Edad Media podemos analizar dos tímpanos de catedrales románicas, unos pórticos esculpidos hacia el 1150. Los dos representan el Juicio Final, un juicio para el que no hay término medio: o la salvación o el castigo para toda la eternidad. Todavía faltan dos siglos para que aparezca un estadio intermedio, el Purgatorio. La obra artística más excelsa con los tres destinos será un poema, La Divina Comedia de Dante, de género fantástico mal que les pese a algunos críticos erróneamente elitistas.
En Sainte-Foy de Conques, el primer ejemplo, observamos las torturas varias que los demonios infligen a los condenados: los descuartizan, los asan a fuego lento, los retuercen en torsiones imposibles, un leviatán los devora, además de otros suplicios. Por su parte, se presenta a los salvados en una escena digna de George A. Romero: los muertos salen de los ataúdes despertados por ángeles.
En cuanto a Saint Lazaire de Autun el efecto es desgarrador, dado el estilo del maestro Gislebertus de figuras estilizadas y emotividad expresionista. Algún personaje recuerda a El grito de Munch. El magnífico Gislebertus exhibe su pericia técnica y su talento creador esculpiendo un Cristo central cóncavo. Tras el pesaje de las almas (psicostasi), algunos afortunados van al Cielo mientras que otros sufren la condenación. Los bienaventurados gozan en la Jerusalén Celeste jugando con ángeles. Pero no puede argumentarse aquello de que mejor ir al infierno, mucho más divertido; entre los tipos de tormentos prefijados, a los avariciosos los ahorcan cargados con el sobrepeso de una bolsa repleta de monedas, mientras que a los lujuriosos varones les aguarda una tortura aún más dolorosa: la castración; sin anestesia, claro. Los personajes condenados aúllan, las bocas desencajadas, en un arte tremendista y de gran calidad.
Como muestran estos dos ejemplos entre muchos otros, la fantasía adquiere características visionarias durante el románico.
Roger Ferrer
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